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Alba Ramírez Guijarro: Vecovurt, Ápeiron Ediciones, Madrid, 2024, 172 págs.

Reseña escrita por Francisco Hermoso de Mendoza


La cubierta de Vecovurt ya ofrece al lector alguna pista acerca del contenido de la novela. La casa que vemos en ella bien puede ser la de la pareja protagonista, formada por Yaren y Nit. Una casita preciosa de un film de sobremesa. Al fondo los rascacielos, la modernidad, el progreso financiero, enmarcado en un territorio virgen hasta apenas hace dos siglos. Virgen no, habitado por los aborígenes que fueron borrados del mapa. Vecovurt se sitúa en un archipiélago en el Pacífico, próximo a Groenlandia, en América del Norte.


Podemos pensar en una de esas comunidades modélicas donde el aire que se respira es la felicidad. Si bien, llegado a lo más alto de la pirámide de Maslow, cubiertas ya todas las necesidades físicas y espirituales, parece sobrevenir entre la población el tedio, aquel aburrimiento tan peligroso del que ya nos advirtió Walter Benjamin. Y la manera que encuentra la población de escapar de ellos mismos y de salir del aburrimiento es recurrir al Trupe, una droga legal.


En la pareja formada por Yaren y Nit, completada con los hijos (Jaslu y Lera), entrará Velkan, un rumano que deja los Cárpatos en busca de su particular El Dorado, que bien puede ser Vecovurt. La novela se despliega minuciosamente en el campo psicológico. Está por ver si el nacimiento y el destino van de la mano, aherrojados al determinismo o no. Velkan ha tenido una infancia difícil, su familia no es un dechado de virtudes, sino un puñado de supervivientes golpeados una y otra vez por una realidad que les ha dado muy escasas oportunidades y todavía menos alegrías y sí un resentimiento del que Velkan quiere sustraerse.



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Información sobre la obra y compra del libro:


Velkan se cuestiona su identidad. Sabe muy bien de dónde viene pero no tanto hacia dónde va. Le gustan las mujeres pero puede encontrar también el amor en los brazos de un hombre. Es rumano pero se puede sentir más de Vecovurt que cualquiera. Se siente escritor pero sus haberes se los proporciona su oficio de repostero, en la elaboración diaria de éclairs a la crema. Es un camaleón que puede reemplazar a Nit cuando se ausente unos meses, y ejercer de marido para Yaren, de padre para Jaslu y Lera. La narración indaga en la posibilidad de ser otro sin dejar de ser uno mismo, si esto es posible. Si bien, al irse de Rumanía y luego volver tres veces, ya constata ahí Velkan una fisura, el cual va teniendo cada vez más claro hacia dónde quiere ir y en qué casilla del tablero quiere afincarse. Por otra parte, Nit es mestizo, de madre aborigen y padre blanco, y libra también su particular batalla contra su pasado, identidad y memoria.


El referido tedio también puede verse alterado con la llegada del drama, de la mano de un incidente, como el que sucede en la refinería en la que trabaja Nit. O en otro anterior, como una inundación, lo que permite que las vidas de Nit y Velkan se fundan y confundan. Esos momentos de zozobra parecen espolear a la población, sacarlos de su letargo y monotonía, ofrecerles la posibilidad momentánea de sentirse vivos.


Se habla en la contraportada de odisea contemporánea. Tal vez la novela de Alba Ramírez lo sea. Pueden ser dos décadas para volver a casa, o bien para encontrarse con uno mismo, para cerrar el círculo, para saber que ocupas tu lugar; ese es el proceloso camino que el lector descubrirá siguiendo los pasos de Velkan.


Alba Ramírez Guijarro estudió Filosofía en la Universidad Pontificia Comillas (Madrid) y un Máster sobre Filosofía Analítica (Lógica y Filosofía del Lenguaje) en la Universidad de Salzburgo. Es editora de Ápeiron Ediciones y dirige la revista Ápeiron. Estudios de filosofía. Ha trabajado en las traducciones de los libros Maestros del violín (Frederick H. Martens), La (de)generación del lenguaje (Guy Deutscher) y Brahms (John L. Erb). Se encuentran publicadas sus obras de teatro Secuestrados y Markos Pe, además de su novela La ruleta suiza.



Reseña escrita por Alba Ramírez Guijarro



¿Quién es Segismundo? El protagonista de La torre desafía al lector con una identidad que se transforma a medida que avanza la obra. Un preso, un príncipe, un rebelde o el mismísimo diablo son solamente algunos de los roles que le asignan los otros personajes en los que se recrea Hugo von Hofmannsthal. Esta obra de teatro está dividida en cinco actos unidos por una profecía que desvela qué ha conducido a Segismundo a la cárcel. Ese desvelamiento no es una explicación o una justificación de los hechos, sino una aclaración a partir de la cual surgen numerosas dudas acerca de la jerarquía social y política que conforma el marco de esta historia. La superioridad del rey sobre el gobernador, la autoridad del gobernador sobre el pueblo y la perplejidad de un médico que hace de testigo ante una situación tan insostenible como terrorífica nos muestra una crítica feroz hacia una sociedad basada en un sistema corrompido. Lo más perturbador, sin embargo, es el nivel de interpretación de esta obra: mientras un análisis superficial puede conducirnos a una interpretación según la cual esta (re)presentación es un grito ante el poder de un contexto histórico hoy obsoleto, una reflexión basada en los elementos simbólicos de esta tragedia puede llevarnos a escuchar un constante y atemporal aullido ante el pánico y la crueldad que constituyen el mundo.



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Hay puntos de inflexión muy llamativos en la trama de La torre, como por ejemplo el cambio de decisión del rey a raíz de sus temores acerca de su herencia o el títere en el que se convierte el gobernador, siempre a los pies del rey. También resulta sorprendente el enorme peso de las ideas implícitas en una culpa innata o congénita, algo cuyo pulso intermitente y desolador hace que el lector quede tan desorientado como ese Segismundo que llega un momento en que no sabe si está vivo o muerto. A su vez, el ritmo de lo trágico se mantiene mediante las voces de padres adoptivos, nadies (siempre en plural, pululando alrededor de Segismundo) que aparecen y desaparecen sin saber si Segismundo está enfermo o cuerdo, si merece la gracia de Dios o el odio de los hombres. Se diría que a diferencia de otras obras teatrales donde no existe narrador o donde su posición es explícita, en La torre el narrador está velado y a la vez desvelado porque no se encuentra ausente y tampoco puede ser señalizado a través de un personaje o un discurso, sino que su voz se propaga mediante una luz que sufre sucesivas metamorfosis y nos permite apreciar un escándalo del que ni siquiera Segismundo, paño maleable de todo y de todos, es consciente en su eterna celda donde la pérdida de inocencia consiste precisamente en el incomprensible sufrimiento de no haber tenido ninguna oportunidad para perderla. La torre es una obra que, como señala Roberto Vivero en la introducción de esta traducción, podría ser hoy representada en España porque a diferencia de las obras de Shakespeare, Cervantes o Goethe (siempre actuales), esta obra de Hugo von Hofmannsthal es una obra inactual, como las de Nietzsche, Proust o Kafka, y precisamente por eso este momento sería tan bueno como cualquier otro para representarla y, yo añado, tan bueno como cualquier otro para leerla y pensarla.


Hugo von Hofmannsthal (1874-1929) con tan solo 17 años llamó la atención de los círculos literarios —y no solo vieneses— con su drama lírico Gestern, al que no tardaron en seguir Der Tod des Tizian y Der Tor und der Tod. Asiduo del mítico Café Griensteidl —frecuentado, entre otros, por Hermann Bahr, Arthur Schnitzler y otros miembros de la Jung-Wien—, fue allí donde conoció a Stefan George. Para Richard Strauss escribió los libretos de óperas como Elektra, Der Rosenkavalier, Die Frau ohne Schatten y Die ägyptische Helena. Dentro de su obra dramática, destacan sus misterios Jedermann y Das Salzburger grosse Welttheater, y la tragedia reseñada La torre.

Reseña escrita por el periodista Erico Oller-Westerberg


Así como los talibanes dinamitaron las estatuas de buda en el valle de Bamiyán, en Afganistán, y los del EIIS derribaron el templo de Bel en Palmira, Siria, los originarios demuelen iglesias en el altiplano de un país que en un tiempo se llamó Bolivia. Corre el año 2048 y apenas han pasado cuarenta años desde que el primer presidente indígena ganara las elecciones y devolviera el protagonismo político a la población originaria en esa nación sudamericana. La transformación del país ha sido notable. En la novela, los tiempos políticos se aceleran y el cambio cobra el impulso de un alud que amenaza llevarse todo a su paso.


Siempre en domingo es un relato distópico en el que muchos encontrarán claros paralelos con la actualidad política de Bolivia. Pero también los hay con procesos en otros países donde diferentes dosis de populismo, fundamentalismo y nacionalismo crean un relato histórico apócrifo pero movilizador, al tiempo que excluyente y amenazante. La acción del libro transcurre en una localidad predominantemente indígena y con un capital político mucho mayor que su importancia económica o la cantidad de habitantes. Será el escenario donde debute la revolución cultural y moral que, como una tormenta de arena, se extenderá sobre toda la planicie andina. Wara es una joven que vive con su abuelo materno, pero bajo la inspiración de una abnegada madre que trabaja de criada de una familia acomodada, en otra ciudad. La misión de esta señora es que su hija tenga una vida mejor que la suya propia, navegando una sociedad machista y estratificada étnicamente. Y su esfuerzo ha dado resultado. Wara se recibe de partera y se convierte en una profesional muy apreciada en el hospital local. Con una ingenuidad que puede sorprender –si no se tiene en cuenta la dureza del medio social– la joven parece dispuesta a descubrir el amor y el sexo, la independencia económica, la libertad de decidir sobre su vida de mujer y ciudadana sin advertir las amenazas en su propia familia.



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El problema es que Jacinto Mallo, el abuelo de Wara, tiene otras ideas. Y don Jacinto no es el tipo de viejito al que la nieta o la hija – en realidad, casi nadie en la ficticia localidad de Q’arapampa– puedan ignorar. Mallo es el Gran Yatiri, el chamán, el sumo sacerdote de un movimiento que –desde la vanguardia indigenista– quiere retroceder la historia a la era precolombina. Si no fuera porque vivimos en tiempos en el que todo disparate parece posible, uno encontraría muchos pasajes de “Siempre en domingo” simplemente cómicos. Pero en la novela hay una mezcla aterradora de iniciativas y episodios que nos recuerdan procesos políticos contemporáneos. Siempre en domingo es, casi, una novela feminista. Wara, como mujer joven que lucha por su independencia, ilustra con sus derrotas y su frustración, la misma tragedia que sufren otros grupos sociales a su lado como los mestizos, los homosexuales, los intelectuales, los ateos, los blancos.


Hablamos de una sociedad donde el culto al sol y la madre tierra ha sido restituido, y en la que los chamanes consultan las hojas de coca en lugar de las de la biblia. Los teléfonos celulares están prohibidos, los libros se prohíben y queman, los matrimonios son acordados por los mayores, las mujeres están confinadas al hogar, no se festejan los cumpleaños sino solo los primeros seis meses de vida, y se celebra la primera menstruación. Una población medio amedrentada y medio entusiasmada por estos nuevos vientos incluso aceptan, con sorpresa y resignación, que los festejos del Año Nuevo Originario obliguen a una abstinencia sexual de tres días. Pese a los chispazos de humor, Siempre en domingo es una lectura agobiante, la crónica de como una comunidad se hunde en la opresión y el oscurantismo.


El oscurantismo no radica en las creencias autóctonas y la opresión no consiste solamente en que se impongan sin respetar la voluntad de vastos grupos sociales. Al fin y al cabo, hace cinco siglos, los habitantes de esas mismas tierras seguramente vivieron con la misma sorpresa y resignación, nuevas fiestas y creencias que reemplazaron por la fuerza a las propias que ellos creían eternas. El problema es que hoy, como entonces, la revolución religiosa, las nuevas normas morales y culturales, no son más que un telón de fondo.  Y el Gran Yatiri no es más que una reencarnación de un virrey o un conquistador español que, como relata la novela, quiere controlar el contrabando, los prostíbulos y el narcotráfico como otrora se controlara la extracción de plata y oro.


Nacido en Bolivia, Carlos Decker-Molina vive en Estocolmo desde 1977 después de haber pasado por Chile, Francia y Argentina. Periodista de profesión, hoy es freelance y escritor. Trabajó en Radio Suecia Internacional y ha sido corresponsal de varios medios hispanoamericanos. Participó como disertante en los cursos y seminarios de FOJO (Instituto sueco de capacitación profesional de periodistas), Instituto Cervantes de Estocolmo y París y ha impartido conferencias en eventos sobre periodismo y política internacional en Suecia, México, Cuba y Bolivia. Entre sus obras cabe destacar el ensayo La historia de escribe ayer, las novelas Tomasa (finalista en el Permio Internacional Kipus 2014), Carlos El Lector, El eco de los gritos, y los libros de cuentos, relatos y narraciones Para no morir tanto y Trapos manchados de sangre.

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