Reseña escrita por Enrique Gallud Jardiel
Cuando un escritor escribe sobre un escritor que escribe sobre un escritor, la cosa se complica sobremanera. Si los tres lo son en verdad, se aplican unas reglas. Si uno (o dos de ellos, o los tres) son impostores que se hacen pasar por escritores cuando en realidad son otra cosa, las reglas del análisis varían. Seamos generosos con nosotros mismos y con los reseñados y empleemos como hipótesis de trabajo que la tríada es sincera, no usa pose alguna, dice la verdad y escribe por el goce y el prurito de hacerlo y no por otras consideraciones bastardas.
¿Ven lo que les quiero decir? En vez de redactar una reseña honesta, hemos comenzado a digresionar. Procuraremos que no nos pase todo el rato. El análisis de la obra de Roberto Vivero requiere el empleo de una metáfora bien gorda y, a poder ser, tan culturalista como las que emplea el mismo Hermoso. Digamos que el reseñador ha sido el Pigafetta que se ha atrevido a hacer la descripción primera y necesaria de la expedición que da la vuelta al mundo viverino y que navega tomando muestras del Mar del Lenguaje —en el que Vivero reina poseidónicamente— para ver hasta qué punto sus aguas son potables y provechosas.
El cronista ha viajado lejos y regresado vivo de aquellos reinos húmedos y casi inexplorados, bien que un poco más delgado. Pero en su periplo ha visto cosas que casi nadie conoce, maravillas exóticas, paisajes sorprendentes, pájaros de coloridas plumas y crepúsculos con bellísimos y deslumbrantes rayos verdes, que muchos se están perdiendo por leer el ¡Hola!, el Semana y esas novelas rosas con delirios de grandeza que tanto proliferan en la actualidad en vez de leer a Vivero. Aquí, Hermoso hace una labor altamente meritoria para beneficio de aquellos cartógrafos que quieran saber lo que hay ahí fuera. Todos los capítulos que constituyen el libro tienen una entidad propia y así se concibieron, para una bitácora literaria de nombre humilde (Devaneos), de acertado y profundo juicio, y —afortunadamente— exenta de ese vicio tan frecuente como es la pedantería filológica. De hecho, en una necesaria y aclaratoria nota editorial al final del libro se recalca la feliz ausencia de conclusiones críticas estéticas o filosóficas, de esas en las que el pintor quiere quedar más guapo que la estupenda señora desnuda a la que retrata. No. Su objetivo no es el lucimiento, sino realmente promover la lectura de algo que considera profunda, recomendable y hasta diríamos que obligatoriamente legible.
Porque la pregunta es: ¿te gusta la buena literatura? Entonces, ¿por qué no la lees si la tienes a tu alcance? Hermoso insiste en que no debemos dejar pasar por nuestro lado las obras artísticas realmente valiosas sin echarles antes un vistazo.
Por otra parte, elogiando a otro escritor, ya Hermoso se ha ganado una matrícula de honor en el curso de Introducción a la Originalidad, porque no es algo que los autores españoles acostumbren a hacer nunca, si no es con compañeros de letras ya fiambres. Así que nosotros tendríamos que darle las gracias a este Prometeo moderno que nos da a conocer a Vivero a costa de su hígado, si no fuera porque ya lo conocemos. Pero, ¿y los que no?
Al tiempo que le hace a Vivero el supremo elogio de invertir en ocuparse de él un tan amplio porcentaje del bien más preciado que tenemos los humanos (el tiempo), Hermoso nos previene también de la dificultad de algunos escritos e insiste en la necesidad de «rumiar» los textos que comenta. ¿Y qué?, diría yo. Cuanto más mastiques la comida, mejor sienta al estómago y de ahí lo beneficioso de la relectura y el encanto de detenerse en una página para sacarle todo su contenido a un párrafo. Los que hayan leído a Góngora o a Gracián sabrán de lo que les hablo. Los que lean apresuradamente para acabar cuanto antes el libro de moda y poder poner una marca en su lista de tareas pendientes quizá no encuentren placer en los malabarismos de la lengua que Vivero ofrece generosamente. Lo siento por ellos.
Ya debería ser obvio a estas alturas que Hermoso ha trabajado impelido por la admiración y nosotros le alabamos el gusto. En su libro nos presenta fragmentos viverinos que incitan a buscar sus libros y da claves inteligentes para apreciarlos mejor. No pontifica sobre nada y ni siquiera clasifica unos textos de suyo inclasificables, pues habría que inventar un subgénero literario nuevo para encajar en él la obra de don Roberto e incluso así algunos escritos tendrían que meterse con calzador. Pero eso es lo bonito del asunto: la ilimitada libertad creativa con la que Vivero se regala a sí mismo a la hora de usar el lenguaje, que, como saben los que saben algo, es la verdadera patria del hombre, de la que no nos pueden exiliar y que no podemos olvidar nunca, pues en ella vivimos.
Los libros son como las cereza: unas tiran de otras. Y esta cosecha es especialmente sabrosa al paladar del connoisseur.
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Vínculo de la reseña: